2.
Pero a fines de siglo esa forma de instrucción estaba
prácticamente desaparecida. Y como testigo voy a traer a Gabriel Miró. No hay
que dejarse engañar por la famosa escena de El
obispo leproso, en la que la ceremonia de fin de curso se desarrolla
íntegramente en latín. Es un discurso leído, un ejercicio de composición
latina, desde el pomposo inicio:
Quod felix faustumque sit rei litterariae
omnibusque nostri gymnasii alumnis; praemia sequenti ordine consecuti sunt…
hasta el gracioso final:
Macti, o iuvenes; hodie dignis praemia
diribentur; quos vero spes fefellerit, animum ne despondeant, sumant vires,
audeant aliquid dignum patria in annum proximum.
Esto es un
espejismo. De la realidad cotidiana de Miró en el Colegio de Santo Domingo de
Orihuela, dan más fidedigna idea sus memorias:
Si era en los Estudios cuando le avisaban a visitas,
salía Bellver […]
Y Bellver salía, y yo
me quedaba con la Epistola
ad Pisones y el Diccionario Latino-Español de Lomas, delante de mis
ojos, sin pasar en la traducción comentada de
Humano capiti cervicem pictor equinam
Jungere si velit... jungere
si velit.. jungere si velit
3.
Más recientemente, en el 2011 topé con las siguiente
citas en la novela Yo confieso de
Jaume Cabré (n. 1947, Barcelona y, ojo, filólogo, por tanto interesado;
desconozco si pasó por los jesuitas), donde el protagonista se queja del rollo
del latín [su
padre, dice el protagonista, había estudiado cuarenta años en el Seminario en perfecto
latín, ampliando estudios en Roma]:
- Dios no existe. Y podría esforzarse más
con el latín. ¡Que está estudiando en los jesiuitas, caray!
Eso me afectaba más directamente. Ni Águila
Negra ni el sheriff Carson dijeron esta boca es mía. Ellos no habían ido nunca
a los jesuitas de la calle Caspe. Yo no sabía si era bueno o malo, pero según
mi padre no enseñaban bien el latín. Tenía razón: estábamos en la segunda declinación y era un aburrimiento
total, porque los niños no comprendían el concepto de genitivo o dativo.
[…]
...entré, cuarenta y tres pares de ojos me
miraron con curiosidad y el señor Badia – por la frase que dejó en el aire,
entendí que estaba explicando la sutil diferencia entre sujeto y complemento
directo- interrumpió el discurso y dijo pasa, Ardèvol, siéntater. En la
pizarra, Juan escribe una carta a Pedro. Tuve que cruzar toda el aula
hasts mi pupitre y me dio mucha
vergüenza; me habría gustado que Bernat estuviera en mi clase, pero eso era
imposible, porque él hacía segundo y yo todavía me estaba aburriendo en primero
con las tonterías del
complemento directo e indirecto, las mismas que nos explicaban en latín
y que, sorprendentemente, todavía no entendían algunos compañeros. ¿Cuál es el
complemeto directo, Rull?
-
Juan.- Pausa. El señor Badia, impertérrito. Rull, desconfiado, previendo una
trampa, reflexionó profundamente y levantó la cabeza-. ¿Pedro?
-
No. Fatal. No has entendido nada..
-¡Ah,
no! ¡Escribe!
- Siéntate,
desastre.
- ¡Ya lo sé! ¡Ostras, profe, que ya lo sé: es la carta. ¿A que sí?
Sobre el
tiempo que viene después no hace falta
decir nada; lo de los seminarios lo pongo en duda y en todo caso debió ser hace
mucho tiempo. Cuando acabé la carrera, murió mi padre y yo andaba sintiendo el
frío del granito en los pies porque no tenía un duro, me topé con un compañero
(no lo he vuelto a ver: se lo agradezco de nuevo) de estudios de infancia; no sé
cómo, pero tenía algún cargo en el Seminario Mayor y, ¡oh casualidad!, andaba
precisamente un profesor de latín para dar clases particulares a ultimísima
hora a ciertos alumnos rezagados. Yo vi el cielo abierto y “me contrataron”
(pagaban, por así decir, directamente los alumnos de su bolso). En aquella
clase ninguno sabíamos latín. Y en el edificio entero supongo que tampoco.
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