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jueves, 25 de abril de 2013

LATINVM AD LATRINAM (IV): ARMANDO PALACIO VALDÉS


                 Aquí va la ración semanal. Como el personaje, escarnecido hasta lo grotesco, es uno de los más desarrollados de las memorias (el capítulo XXXII  Dar de beber al sediento le está íntegramente dedicado y tiene una ridícula importancia en el final Adán expulsado),  no voy a reproducir todas sus intervenciones. De hecho, reconozco que la exacerbación de la caricatura convierte en inverosímil al personaje. Por eso, dejo de lado toda su pedantería literaria y sólo me centro en las alusiones lingüísticas.

            (Refiriéndose Armando Palacio Valdés al tercer curso de bachillerato, debemos estar poco antes de 1870). Disfruten:

                “ Hay hombres que harían bien en no morirse nunca: uno de ellos mi  catedrático de Retórica y Poética y ampliación de Latín en el tercer curso de bachillerato. Harían bien en no morirse, porque son la alegría del género humano, que tanta necesidad tiene de ella para soportar sus miserias. […]

             Mi catedrático tenía la cabeza clásica y el corazón romántico. Por su profesión y por su estudio de la antigüedad pagana admiraba a los héroes griegos y romanos, y estimaba a sus poetas, en especial a Tibulo y Virgilio. Los dioses del Olimpo le infundían gran respeto, aunque no dejaba de achacarles cierta falta de sensibilidad. En cuanto a las diosas, las amaba desaforadamente. […]

             Había sido catedrático de Griego, pero ya no lo era. Un ministro desatentado lo había suprimido, poco tiempo hacía, de la segunda enseñanza. Fue el más áspero disgusto de su vida; fue una puñalada traidora que le dieron por la espalda. No precisamente por la admiración que profesaba a Homero, Sófocles y Píndaro, sino por la pasión vehemente que habían logrado inspirarle las raíces griegas. Estaba profundamente enamorado de las raíces griegas. Y cuando aquel mal aconsejado ministro le prohibió explicarlas en cátedra, la vida le pareció mucho más insípida.

                 Había nacido orador, y con frecuencia usaba de esta facultad para dirigirnos vivos y largos reproches cuando confundíamos un pretérito con un supino. Eran tan largos, que a veces llenaban ellos solos la hora entera de clase. Pero en sus oraciones más patéticas no imitaba a Cicerón ni a Demóstenes; adoptaba más bien los acentos poéticos y quejumbrosos de los héroes de Chateaubriand y su escuela:

«Hijo mío —decía al escandaloso que había confundido el pretérito con el supino—: el veneno del vicio ha emponzoñado ya su alma infantil y se enrosca en usted como una negra serpiente. Camina usted, lo advierto con el corazón traspasado de dolor, camina usted por la senda tenebrosa a cuyo extremo se halla el antro fatal del pesar y del remordimiento. […]


                                               La novela de un novelista: infancia y adolescencia


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