No fue el único, aprobamos muy
pocos Agricultura y
además, independientemente. El
catedrático de esa asignatura había tenido la idea, inesperada, de poner en la
mesa del tribunal, varios frascos, que desde que los vimos nos llegaron,
con sus oscuros contenidos, a las entretelas del miedo. En efecto, cuando el
primer alumno que se examinó, había contestado, mejor o peor, a las lecciones
echadas a suerte y se disponía a retirarse, el catedrático de Agricultura
pareció colocar más sólidamente su busto rollizo en la mesa, se ajustó la
montura dorada de sus gafas y avanzando su fina nariz
morena, ordenó al muchacho: «Abra usted uno de esos frascos, coja usted algo de
lo que hay dentro: ¿qué es?», terminó preguntando con desafío. El muchacho se
había puesto unos granos en la palma abierta de una mano y se quedó mirándo al
catedrático sin contestar nada. «No me mire usted a mí —le reprendió éste
severamente—, no le pregunto a usted qué soy, sino qué es eso que tiene usted
en la mano ¿Es algo que se come?»
—añadió mirando un momento, alternativamente, a los otros dos catedráticos del
tribunal, como poniéndoles por testigos de la condescendencia de su última
pregunta que podía atraer la contestación, pero se le veía convencido y
contento de que sus palabras, fueran las que fuesen, anonadaban al examinado—:
«Pues, sí, señor
—remachó—, se come, lo comen los animales y las personas, aunque no cual está
ahí; desde luego, debiera comerlo usted, es cebada.» «Puede usted retirarse.»
«Suspenso», pensamos todos, es decir, si juzgo por mí, no pensamos más que la
ese, una ese mayúscula. Las palabras que nos poseen, me parece que no suelen
pensarse enteras, basta con pensar una letra de ellas, que no siempre es la
inicial. Se piensa, más que se escribe, en abreviatura: ¿miedo?, ¿pudor?,
¿hipocresía? En nosotros, indudablemente era el miedo. Todos íbamos a ser fusilados
por la batería de frascos. A todos, al terminar el examen, se nos hizo meter la
mano en uno de los frascos inevitables para sacar las semillas misteriosas,
como antes las habíamos metido en la bolsa de la lotería para sacar los números
de las lecciones, con una diferencia: en la bolsa de la lotería había la suerte
y en los frascos, fuesen de cebada, de trigo, de centeno..., no había, para
nosotros, más que la fatalidad. Ninguno reconocimos el centeno, la cebada ni el trigo, ni ningún otro
grano; algunos pudimos reconocer un frasco ya utilizado y al que habían
pegado nuestros ojos una etiqueta, que no perdieron de vista en las
permutaciones de todos los frascos, hechas, sin embargo, intencionadamente, por
el catedrático para que no los reconociéramos En un momento de los exámenes, el
catedrático se dio el placer de exclamar: «¿Es posible que hayan estudiado
ustedes Agricultura sin ver los granos más comunes?» Era, no ya posible, sino
seguro y él lo sabía. Estudiábamos la Agricultura como todo lo demás que estudiábamos,
teóricamente. Sabíamos citar a
los llamados por nuestro profesor, que al nombrarlos, avanzaba la papada,
didactas romanos: «Varrón, Virgilio, Columela y otros», pero no sabíamos cómo
era un grano de trigo. El catedrático tenía razón, pero los profesores
de los colegios particulares protestaban: «Por qué no se nos ha dicho que los
exámenes iban a ser experimentales?»
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