Los alumnos del último
año se preparaban llenos de temor y de angustia; sabían que el profesor no
desaprovecharía aquella ocasión de vengarse de su conducta durante el curso.
(…)
Un día el profesor, pintada en la faz una
malévola alegría, le anunció a Kartachov:
- Mientras yo esté en este colegio, usted no obtendrá su
certificado y, no podrá ingresar en la Universidad.
El pobre muchacho estaba desesperado.
Tienes que prepararte
bien- le advertían sus compañeros.
- ¡Pero si no sé una palabra! El latín es para mí casi como el chino.
¿Cómo diablos voy a prepararme? Además, estoy tan cansado . ¡Seis semanas de
exámenes! No puedo más ...
El día del examen de latín, Tioma se fué al
colegio a las nueve de la mañana y no volvió a su casa hasta las cuatro de la
tarde. (…)
-
Cuéntanoslo todo, desde el
principio, hijo mío.
- Bueno… Llegamos al colegio
dispuestos a la batalla, aunque sin armas. ¡Yo, por lo menos, no sabía una
palabra, ni una palabra de la
asignatura! Nos encierran en la
clase. Poco después entra el verdugo, el profesor de latín. “Van a hacer ustedes
una traducción escrita” - nos dice. Y empieza a dictarnos el texto ruso.
Yo veo con horror que no puedo traducir ni la frase más sencilla. A mi lado
está Vervistsky, que tampoco da pie con bola. “De éste- pienso – no hay que
esperar nada. Somos como dos mendigos a la puerta de una iglesia”. Leo y releo el texto ruso y, ¡cielos!, no recuerdo ni jota del
poquísimo latín que sabía. Si me hubieran mandado traducir al chino no me hubiera visto tan
apurado.
- ¡Qué diablo de chiquillo!- exclamó,
riéndose, la madre.
- Mi verdugo, dictado el texto, se coloca de
centinela junto a mí y empieza a vigilar todos mis movimientos. El maldito está
decidido a suspenderme. De cuando en cuando se acerca un momento a su mesa,
pero vuelve a mi lado callandito, como un gato.
Llevo ya escrita una carilla ...
-Pero, hijo, ¿qué escribías?
- Todas las tonterías que se me iban
ocurríendo. Aquí traigo la hoja …
El colegial se sacó del bolsillo un papel
arrugado.
Zina lo cogió y comenzó a leer en voz alta: “¿Quién
dijo miedo? ... ¡Ánimo!… Se acerca como un gato ... Si fracaso me pegó un tiro
... ¡Maldito colegio!”
-No sigas. No vale la pena. Todo es por el
estilo. ¡Figuraos! Bajo la
mirada jesuítica de mi verdugo tenía que escribir, fuera lo que fuera.
Mientras escribía me devanaba los sesos buscando una solución. De pronto veo en
el banco inmediato, a unos dos metros de mi, a Beer, un muchacho judío, muy
peludo, miope, más bueno que el pan y aplicadísimo. Acababa de hacer un
borrador y se disponía a copiarlo. “Hay que quitarle, a toda costa, ese
borrador” - pienso. Pero el robo era muy difícil, pues el profesor seguía
vigilándome ... (…) El momento oportuno no tardó en llegar (…) El pobre Beer,
sorprendido por mi brusco ataque, me miró, exhaló un suspiro y empezó a componer
otro borrador. Yo me puse a copiar el mío, es decir, el suyo. Lo más gracioso
es que lo copié en las barbas del profesor, con una frescura tan grande que no
sospechó nada. Además, yo había colocado en mi pupitre, antes de lanzarme al
asalto, una porción de papeles. Para que al leer la copia no entrara en
sospechas el tribunal, de cuando en cuando, en vez de copiar literalmente, me
equivocaba ad hoc… (…)
- ¿Y nadie había visto nada?
- Algunos compañeros y
el inspector Iván Ivanovich, encargado durante el examen de nuestra vigilancia.
¡Es un buen hombre; un verdadero ángel! Lo vio todo, pero se limitó a bajar los
ojos. Cuando pasé por delante de él me miró como diciéndome: «Pero, Kartachov
... » Me dieron ganas de abrazarle, pedirlé perdón y gritarle: “¿Qué quería usted que hiciese, amigo
Iván Ivanovich? Detesto ese maldito latín y no lo hubiera aprendido nunca, aunque hubiera estado cien años en el
colegio ...” En fin; salí al corredor contentísimo y en un estado de
excitación nerviosa que no es para dicho. Una hora después comenzó el examen
oral. Nueva prueba. Allí no había salvación. Pero, decididamente, el Destino me favorecía. En el preciso momento
en que terminaba su examen el alumno que me precedía, se abrió la puerta de la
clase y el bedel llamó a mi verdugo. El director, que sabía que el profesor
había jurado suspenderme, pero que por otra parte quería serie agradable a mi tío el general gobernador,
se apresuró a llamarme. Con él no había nada que temer.
-¿Se había quedado él solo en el tribunal?
-No. Le acompañaba el profesor de primer año
de latín, pero en calidad de sacristán de amén. La primera pregunta que me hizo
el director fué la siguiente: “¿Es verdad que el señor general, su tío de
usted, se dispone a regresar a Petrogrado?” Yo le contesté que sí. Luego me dió a traducir un párrafo de Tito Livio... y lo tradujo él. Él traducía y yo repetía. “¡Bueno-dijo-,
puede retirarse.” Salí corriendo al pasillo, donde me crucé con mi verdugo. “¡Oiga,
Kartachov!”, me gritó; pero yo me hice el sordo.
- ¡Qué diablo de chiquillo!
- Todos los colegiales nos sentamos en el
suelo a esperar la sentencia. De pronto oí pronunciar mi nombre repetidas veces
en el aula. «Kartachov ... Kartachov.» Discutían. El profesor casi gritaba. No
cabía duda: estaba decidido a suspenderrne contra viento y marea (…) Por lo
visto quería someterme a un nuevo examen para demostrar al director que yo no
sabía una palabra… Un cuarto de hora después salió Iván Ivanovich con la lista y nos leyó las calificaciones. ¡Hurra! Kartachov
había sido aprobado!
NICOLÁS GARIN, Los colegiales cap. XXIII
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