[1. La inevitable muerte del último
gran narrador del siglo XX es motivo sobrado para volver a estas ingratamente abandonadas páginas y pasar revista a la
relación del gran autor alemán con el latín.]
[2. Tanto en la Trilogía de Danzing como
en El Rodaballo, Günter Grass
hace escuetas referencias al estudio del latín. Aunque no soy capaz a bote
pronto de citarlas (y menos de deslindar lo autobiográfico de lo fingido),
básicamente se pueden clasificar en dos tipos: a) observaciones fugaces a sus
encuentros sucesivos (escuela, monaguillo, instituto, por libre) con la lengua confesando que nunca llegó dominarla, pero siempre con un cierto
respeto por ella; y b) tributo de
admiración (y de mala conciencia por la pasividad) hacia su profesor de latín Richard Stachnik, político y
teólogo católico depurado por los nazis. Valga por todos este fragmento del
capítulo titulado Dr. Stachnik de El
Rodaballo, “En el Segundo mes”:]
Cuando usted (con poco éxito) era mi profesor de latín y yo
un atontado miembro de las Juventudes Hitlerianas (…) Como silencioso
adversario del Nacionalsocialismo, debía andarse con cuidado. Y, sin embargo,
lo persiguieron hasta en la enrarecida atmósfera del colegio; lo que apenas
molestó a nuestras duras cabezas de colegiales.
Para nosotros, usted, con su severidad
latina, fue un extraño…
Pero
es en su autobiografía Pelando
la cebolla (2007) donde Grass da las claves reales de sus narraciones
de ficción. Así el citado profesor Stachnik:
“Y cuando mi profesor de latín,
monsignore Stachnik, volvió al cabo de unos meses y siguió enseñando, tampoco
hice preguntas insistentes (…) Bueno, de todas formas él tampoco hubiera podido
responder. Así solía ocurrir por todas partes al salir de un campo de
concentración (…)”
Sin embargo, mi silencio debió
pesarme bastante, porque de otro modo difícilmente me hubiera obligado a
levantar a ese profesor de latín, en otro tiempo presidente del partido de
centro del Estado Libre, como incansable valedor de la beata Dorotea de
Montovia en mi novela El Rodaballo.
Hacia mediados de los setenta fue
a visitarlo, ya retirado en un convento, para hablar de los viejos tiempos. Ahí
confiesa de pasada:
Que yo había sido mal alumno de latín parecía haberlo olvidado benévolamente
Más adelante cuenta su intento de
volver a retomar los estudios tras la guerra, alentado por un compañero que le
convence diciéndole: “¡Compréndelo de una
vez! Un hombre sin bachillerato no cuenta!”. Aquí podemos entrever
fugazmente su actitud ante la asignatura:
“Apenas
se podía guantar aquello más de una hora de clase. En la primera se rumiaron cosas en latín. Eso podía
pasar aún. El latín es el latín”.
Curiosamente, tras
abandonar los estudios y trabajar en una mina es cuando realiza su tercer y
último intento para aprender latín:
fue a lo largo de esa incesante y
difusa búsqueda de sentido en la que el chico acoplador… iluminado sólo por su lámpara de
carburo, comenzó a empollar los vocablos y leyes de bronce de una lengua muerta.
Aquella situación absurada se
mantuvo con tanta claridad que, todavía hoy, me oigo conjugar verbos. No hay duda: aquel chico acoplador que, 950 m.
por debajo de la corteza, trata con empeño y obstinación mejorar su miserable latín soy yo. Como en su época escolar, hace
muecas mientras recita la máxima aprendida: qui quae quod cuius cuius cuius…
Me burlo de él, lo llamo “personaje cómico”,
pero no se deja distraer, quiere llenar con algo el vacío,
aunque sea con los desechos de una lengua muerta que su
compañero del campamento de Bad Aibling dominaba y había calificado de
“dominadora del mundo para siempre”. Más aún: Joseph afirmaba incluso que
soñaba según las inquebrantables leyes de esta lengua.
Gramática
y diccionario me los prestó con buena intención una profesora de instituto jubilada…que a cambio de una pequeña
retribución –los cigarrillos
del no fumador- se ofreció a darme clases particulares en su buhardilla.
- Un poco de latín no puede hacer daño a nadie -fue su consejo.
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