El viernes
pasado, fumando un pitillo apoyado en el muro del centro tras acabar jornada,
se me acercó la compañera de filosofía y me hizo la siguiente pregunta
intempestiva (y siempre inoportuna): “Oye, tú… ¿por qué estudiaste latín?”. Una vez recuperado tras
casi apágarseme el cigarro, desvié el golpe con un argumento ad sartaginem: hazte allá, que me
tiznas, con lo que, para mi tranquilidad, acabó hablando de por qué ella estudió
filosofía: compañeros, juventud, ambiente político, salir de casa y toda esa serie
de circunstancias exteriores en las estábamos de acuerdo que suelen envolver
las grandes elecciones vitales.
Harto de justificar para qué sirve el latín, lo que me faltaba es tener que explicar por qué lo estudié, pregunta tanto más difícil cuanto que incluye la otra y supone poco menos que un análisis de toda tu vida. Y un viernes al salir de clase. Obviamente no lo hice entonces allí (ni lo voy a hacer ahora aquí) y le prohibí a mi cerebro que pensara en ello. Pero como este obedece con dificultad, en protesta se empeñó en traerme a la memoria cosas de 30 años atrás.
No
me acuerdo bien, pero supongo que de pequeño me gustarían las historietas más
infantiles. De lo que sí estoy seguro es de cuáles son las que me gustan y
releo desde los once o doce años: las de Donald, sobrinos, Gil Pato (y Rockerduck, menos). En concreto,
las que además de una buena trama tienen el hilo conductor del enfrentamiento:
generacional, de clases, de caracteres. En ellos aprendí la mis primeros
conceptos económicos y políticos (que preguntaba a mis padres):
Por aquel entonces, error que persistió mucho tiempo, pensaba que las aventuras venían de EE.UU y simplemente las traducían. Me llamaba la atención, eso sí, que en la lucha entre fantastimillonarios el arriesgado, moderno y americano Rockerduck siempre llevaba las de perder ante el tacaño, tradicional y europeo Gilito. Después, con más uso de razón, sospechaba que las historietas retrataban nuestra sociedad y no la anglosajona. En todo caso, lo que tenía claro era que los guionistas habían pasado por la clase de latín:
Una cosa que me chocaba es que en medio de un vocabulario de nivel muy alto (superior, por cierto, a la de un bachiller medio de hoy: he hecho la prueba) había faltas de ortografía, especialmente con las haches. Cuando ya me había decidido por estudiar latín en la universidad, esto y otras pistas me llevaron a la conclusión de que estaban escritas originariamente en italiano:
… presentarme
al primer profesor de latín del que tuve noticia, en:
Todo empieza cuando el Tío Gilito va en busca de su sobrino para un trabajito:
Entre los muebles buscan un mensaje que dé una pista del escondrijo
del dinero, pero los antiguos discípulos latinistas diurnos reaparecen y
les ponen las cosas difíciles:
Donald se transforma en Patomás, se deshace de la banda y debe interpretar el mensaje en clave:
Las cus le llevan
al gimnasio, pero allí debe elegir la solución correcta:
Facilito,
¿no? Pero para mí entonces no lo era y tuve que esperar a que los tres sobrinos me lo desvelaran. Quién sabe si en mi decisión de elegir latín pesaron asociaciones de mi primer
encuentro con un profesor de latín: con la doble vida y lo delictivo, con
lo arcano y cifrado, con el reto a la inteligencia y la cultura usada con un fin útil,
cuya interpretación (y en eso no me engañé) te da acceso a un tesoro...
Ya entiendo todo Fernando, me ha encantado tu explicación. Los cómics de Donald y el tío Gilito son lo mejor.
ResponderEliminarNo había detectado su vinculación con el latín y, menos aún, tu predilección por ellos.
Al latín le guardo cariño y me produce la nostalgia de un inicio fallido para mí. Me gustaría reencontrarme con él de otra forma.
Un abrazo fuerte
Elena Cabeza
(Ex-compañera de carrera y fracaso estrepitoso con la cultura clásica).