[Tengo trasconejada esta sección no tanto por vagancia (ni mucho menos por falta de material) cuanto porque en el último momento me invade cierta pena o, mejor afinado, sensación de culpabilidad (fracaso). No obstante, como este me parece un ejemplo revelador, me he animado a subirlo.]
Ya
decía mi madre (y siempre lo repito yo) que el latín es la asignatura en que cualquier burrada es
admisible. Se produce en el alumno una especie de cuasipirrónica suspensión del
(buen) juicio, es decir, se le tupen los conductos cerebrales que aplica
certeramente en todos los demás actos de su vida, incluida la académica
restante, de modo que en una traducción puede alumbrar cualquier engendro
disparatado sin pestañear lo más mínimo. El origen del fenómeno está en dos creencias
arraigadas profundamente en el alumno, que se pueden desarrollar a modo de silogismo:
PREMISA MAYOR.- El latín es un galimatías jeroglífico del que no hay
dios que entienda nada.
PREMISA MENOR.- Los romanos hacían cosas muy raras,
y en todo caso, muy extrañas y alejadas de las nuestras. A esto se le puede
aplicar una cita de Starnone que hace ORESTE TAPPI en L’insegnamento del latino, referida a la
funesta costumbre de usar fragmentos fuera de contexto. Al final del
bachillerato los romanos
quedarán para los alumnos como “…gente che non si sapeva de dove
veniva, non si sapeva dove andava, faceve in genere cose banalissime o folli,
dichiarava pomposamente non so che o alludeva enigmaticamente a non so che
altro…”
CONCLUSIÓN: En una traducción de
latín puede salir cualquier cosa. Da igual.
Pero
el ejemplo que traigo aquí no es para ilustrar ese fenómeno general conocido,
sino otro más particular que ya hace tiempo he observado en algún alumno: el
análisis sintáctico en ocasiones ayuda a la opilación cerebral. Lo más curioso
de todo no es que analizara mal y tradujera una animalada, sino que tradujo fiel
a su análisis, sin importarle un pimiento lo demás. Y no son los mejores
alumnos, obviamente, pero tampoco los peores. Dii me perduint!
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