[León Nikolaievich TOLSTOI (1828-1910) tuvo una educación
peculiar, como miembro de la más antigua nobleza rusa. Como muestra baste decir que salió solo –sin criado- por primera vez a la
calle a los 17 años, y escapándose. Pero para entrar en la universidad debió
enfrentarse al examen normal de ingreso, del que da amplia cuenta en sus MEMORIAS (infancia, adolescencia y juventud). Al
examen de latín dedica el c.XII de la tercera parte, dando cuenta de otro
ejemplar de nuestro tremebundo linaje:]
Marchó todo estupendamente hasta el examen de latín.
El estudiante de la cara vendada fue el primero; Siemionov, el segundo, y yo,
el tercero. Incluso empecé a sentirme orgulloso, pensando que, a pesar de mi
juventud, yo no era cualquier cosa.
Ya desde el primer examen todos
hablaban con miedo del
catedrático de latín, que, al parecer, era una especie de fiera que se complacía en hundir a los
jóvenes, sobre todo a los que se pagaban los estudios, y, al parecer, sólo se expresaba en
latín y griego. Saint-Jérôme, que era mi profesor de latín, me animaba,
y a mí también me parecía que pudiendo traducir a Cicerón sin diccionario, algo
de Horacio y conociendo perfectamente a Stumpf, no estaba peor preparado que
otros, pero salió al revés. Durante toda la mañana no se oyó hablar de otra
cosa que de los suspensos de aquellos que se presentaron antes que yo. A uno le
dieron un cero; a otro, un uno; otro había recibido una bronca y querían
echarle, etc., etc. Únicamente Siemionov y el estudiante número uno, como
siempre, salieron tranquilamente y obtuvieron un cinco cada uno [5, nota máxima;
2, aprobado]. Presentía la desgracia cuando me llamaron, junto con Ikonin, a la
mesita ante la que estaba sentado únicamente el terrible catedrático, un hombre pequeño, enjuto y amarillento,
con largos cabellos grasientos y el rostro muy pensativo […]
-
¡Ah! ¿Todavía falta usted? Bien, tradúzcame algo--dijo, dándome un libro-, y si
no, mejor aquí. Hojeó el libro de Horacio, abriéndolo por un sitio que me pareció que nunca nadie
podía haber traducido.
-Esto no lo he preparado-dije.
-Entonces usted quiere traducir lo
que sabe de memoria. ¡Bien! No; traduzca esto.
A
duras penas logré sacar el sentido, pero a cada una de mis miradas interrogantes
el catedrático movía la cabeza y, suspirando, sólo decía «no». Finalmente,
cerró el libro con tantos nervios y tan de prisa que se pilló un dedo entre las
páginas.
Lo sacó con enfado, me entregó la papeleta de gramática y, recostándose en el sillón, guardó silencio del modo más lúgubre. Empecé a contestar, pero la expresión de su rostro me paralizó la lengua, y todo lo que estaba diciendo me parecía que era equivocado.
Lo sacó con enfado, me entregó la papeleta de gramática y, recostándose en el sillón, guardó silencio del modo más lúgubre. Empecé a contestar, pero la expresión de su rostro me paralizó la lengua, y todo lo que estaba diciendo me parecía que era equivocado.
-No
es eso, no es eso, no es eso en absoluto […]
[1. Al final, la fiera le pone un
dos, pero la actitud del profesor –injusta y corrupta, aunque en el fragmento
no se refleje- desmoraliza completamente al estudiante. Un reflejo de la
sociedad zarista de mediados del XIX.
2. Sobre la polémica (y
ambivalencia) de los estudios clásicos en la Rusia prerrevolucionaria, subiré algo la próxima
semana (sobre todo del griego: prepárense los colegas)].
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