[1.
Como cada año, además del paraguas y los pañuelos, los Reyes me han dejado unas
tres mil páginas en cuatro tomitos, que inmediatamente derivé a diversos
familiares y amistades, en algún caso sin desenvolver, simplemente asustado
ante su voluminosa apariencia. Como me ven leyendo, se sacuden mi regalo con un
libro, el más caro y gordo que encuentran, eso sí. También tienen el detalle de
no preguntarme de qué van. Uno que me cayó unos días después, y no pude colocar,
son las memorias del locutor radiofónico CÉSAR VIDAL, No vine para quedarme. Independientemente de su calidad, me dan pie
para introducir un nuevo tipo de profesor de latín, creo que
familiar para muchos de nosotros (en el libro aprox. 1974)].
[2.
De mi antecesor en el instituto oí decir que prácticamente nadie aprobaba con
él – ni los hijos de los profesores (?)- y que, además, no había término medio: o sacabas un
diez o un cero. Bien es cierto, los que sacaban diez estaban encantados.
También cuentan, no sé con qué fundamento, que todos los días salía del centro un autobús con destino a un
instituto de una localidad vecina repleto con los alumnos a los que les quedaba
el latín para acabar el bachillerato].
Ése fue el caso del padre Gregorio. Me consta
que no era apreciado y que la mayoría de sus alumnos lo consideraban un viejo loco, pero era un
extraordinario profesor de latín. Tras dos años de haber estudiado la lengua de
Cicerón, llegamos al primer curso de bachillerato de letras con conocimientos
más que limitados de la misma. Entiéndaseme. Sabíamos declinar, conjugar y
traducir algunas frases. Punto. Entonces apareció el padre Gregorio, que tenía
un sistema didáctico que parecía arrancado del cuerpo de marines americano
-corría el rumor de que había estado en la División Azul , pero no
creo que se correspondiera con la realidad- y que nos puso en forma en muy
pocas semanas. Cada día, de lunes a viernes, durante una hora preguntaba a todo
el mundo en un sistema de
subir y bajar en las filas que condenaba al suspenso a la inmensa mayoría de la
clase independientemente de lo que supieran. Recuerdo cómo, al final de
la primera evaluación, calificó
con un cero a toda la tercera fila; con un
uno a toda la segunda; con doses, treses y cuatros a la primera, sólo
dio dos cincos, uno a mí y otro a un compañero que se llamaba Martín.
Aquella calificación me dolió mucho más que las sevicias del “Enanito cruel».
Hacía cursos y cursos que no tenía una nota por debajo del siete […] Nunca he estudiado tanto una lengua y,
seguramente, nunca volveré a hacerlo. Leía la Guerra de las Galias y la Guerra civil, por supuesto,
en latín, no menos de tres horas diarias. Llegó un momento en que había
conseguido desentrañar la elegantísima prosa de César como si yo mismo fuera el
autor. En la segunda evaluación, yo obtuve un siete -convertido ya en
indiscutible primero de la clase- mientras que Martín siguió en el cinco. El
día antes de la tercera evaluación - había cinco a lo largo del curso- el padre
Gregorio llegó a clase y, tras
endilgar su consabida ración de ceros a un tercio de los alumnos y suspender a
más del 60 por ciento de los presentes, anunció que estaba muy contento por mis
progresos ya que era obvio que yo sí había aprendido latín. Por eso, añadió, me
iba a poner un diez, porque sabía que si en esos momentos abría el libro
por cualquier página, yo traduciría de corrido sin dificultad. Han pasado casi
cuarenta años desde entonces entonces, pero creo que si me hubieran dado el
corazón púrpura por combatir encarnizadamente en la colina de la Hamburguesa no me
hubiera sentido más orgulloso. El esfuerzo había sido titánico, pero también se
había visto coronado por el éxito. El padre Gregorio nunca dio un capón, una
bofetada, un tirón de orejas, pero puedo decir sin exagerar que casi el cien
por cien del latín que conozco se lo debo a él. Salustio y César, Virgilio y
Horacio, Cicerón y Catulo hace mucho que dejaron de tener secretos para mí
gracias aquel anciano al que sus alumnos consideraban un chalado.
[…] Cuando
llegué a COU, me enteré -con harto dolor- de que los padres escolapios habían
decidido poner al padre Gregorio fuera de circulación. Para llevar a cabo la
jugada sin ofenderlo, le
comunicaron que lo pasaban al curso de COU para dar latín como asignatura
opcional. Puede imaginarse que nadie la eligió. Yo, a decir verdad, estuve
tentado, pero no tanto como para renunciar a la historia del arte, a la
literatura o a la historia.
Un par de años
después […] me dijo:
-Vidal, ¿por qué no cogiste latín en
COU? Yo comprendo a lo otros zopencos, pero tú ... Lo hubiéramos pasado
tan bien ... Hubiera sido .como una clase particular ... tú y yo solos
traduciendo a Virgilio. No sé qué excusa farfullé, pero cuando me despedí de
él, me sentía profundamente culpable. Era consciente de que había estado en mi
mano, bien es verdad que sin yo saberlo, la posibilidad de que aquella vida
dedicada a la docencia y no muy premiada por la gratitud de los alumnos no concluyera
con una salida bochornosa envuelta en la mentira sino con un último curso de
dedicado a Virgilio y vivido en la satisfacción de saber que la antorcha del amor por el latín se
había transmitido adecuadamente.
[3.
A mí me parece que este tipo de profesor más bien ha sido perjudicial para el
latín. No se trata tampoco del coladero que, en mi opinión es el bachillerato de
Economía (que explica en parte lo bien que va el país), sino de una solución intermedia. En todo caso, no veo qué merito puede tener que aprenda latín por su
cuenta aquel que puede aprender cualquier cosa sin ayuda. Éste estará
eternamente agradecido, pero el latín no. Es como todo en la vida: si se
transmite siempre la antorcha a uno solo, te acabas extinguiendo. (Echo de menos
los calcetines)].